miércoles, 28 de septiembre de 2011

rue St Croix de la Brétonnerie

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fotografías a cargo de Álvaro Pizarro
texto a cargo de Federico Calabuig
vida creada para Pablo Conval


Interior WC. Mediodía. Despierto. Tengo un pie lleno de pelos a dos centímetros de mi cara. Lo aparto con cara de asco. Estoy desnudo en una bañera con restos de confetti pegado al cuerpo. Él también. Me asusto de lo que haya podido pasar. Hay una chica, también desnuda, tirada en el suelo. Duerme con la cabeza apoyada en el retrete. Se me quita un poco el susto. Siempre he querido hacer un trío. No recuerdo como he llegado aquí. ¡Qué malas son las drogas!

Flashback. Dos días antes. Interior estación. Atardecer. Espero sentado en un banco. A lo lejos veo llegar a Paloma cargando una maleta enorme. Parece que en vez de tres días vaya a pasar una vida entera conmigo. No me importaría en absoluto. De hecho, nada me haría más feliz.

Flashback. Diez años antes. Primer día en un colegio nuevo. Caras desconocidas. Un pelirrojo que me escupe en los zapatos y dice: “el nuevo es un hijo de puta”. Todos ríen. Intento no llorar. Paloma se acerca. Sonríe. Dice: “No les hagas caso. Son unos críos”. Pongo cara de nomeimportaenabsoluto, aunque me importa y me duele. Me duele mucho. “Soy Paloma”, dice… y me enamoro de ella al instante.

Volvemos al WC. Tengo la boca pastosa. Bebo restos de una lata de cerveza. Sabe a ceniza y colillas y babas. No ayuda. Intento recordar algo de la noche anterior. Imágenes confusas: Paloma. El tiovivo de Montmartre. Limonada. Un zapato volador. El sonido del agua del río. ¿Truco o trato? Pastillas. Luces de colores. Sirenas en el Sena.

Flashback. Exterior estación. Atardecer. Arrastro la maleta de Paloma por calles de adoquines. Sonrío como un tonto. Está más guapa que nunca. Al verme me ha besado en la boca. No he sabido reaccionar. Llegamos a casa. Dejamos la maleta y caminamos por París cogidos de la mano. Hablamos. Reímos. Nos besamos. La felicidad debe ser algo muy cercano a esto. Nos subimos al tiovivo de Montmartre. Compramos una baguette, ocho variedades distintas de queso, y hacemos un picnic junto al Sena. Anochece. Volvemos a casa. Nos duchamos y hacemos el amor como locos en todos los rincones posibles. Me clavo la sartén para hacer crepes en la columna, pero me da igual. Sudor. Saliva. Dos, tres, cuatro orgasmos. Bebemos todos los restos de alcohol que quedan en casa. Recorremos los bares de moda. Cantamos a voz en grito Atomic de Blondie. Saca dos pastillas. Me obliga a decir truco o trato si quiero una… elijo trato. Pastilla azul. Sudamos. Nos besamos. Bebemos. Bailamos en los peores tugurios de la ciudad. Es la mujer de mi vida. Grito truco con todas mis fuerzas. Me da una pastilla blanca. Ella esnifa coca. Polvo eres y en polvo te convertirás. Corremos por las gigantes avenidas parisinas emulando nuestra secuencia favorita del cine frances. Le digo: “Je n’aime que toi”. Ella responde: “Petit pervers, où as-tu mis tes doigts”. Reímos. Un coche casi me atropella. Pitan. Ella se levanta la camiseta y enseña las tetas gritando ‘C’est la revolution’. Un frenazo. Gritamos a la vez. Un zapato de tacón volando a cámara lenta. Sangre. Lágrimas. Todo se nubla. Sirenas en el Sena. Luces de colores. Delta Charlie Delta. Me asusto. Huyo. Corro llorando por barrios desconocidos. Vuelvo a la discoteca. Bebo. Lloro de dolor y rabia y desconsuelo. ¿Por qué tiene que terminar ahora que estábamos aprendiendo a ser y no sólo a estar? Suena su canción. Pierdo la consciencia. Despierto en una bañera con restos de confetti…

jueves, 15 de septiembre de 2011

Saint-Germain des-pres 6

Vie  a Paris copia

ilustración a cargo de Silvia Gil
texto a cargo de Danilo T. Brown
vida creada para Ángela Pérez
 
je ne veux pas travailler

Hay que arreglarse hasta para estar en casa, ponerse una camisa y una falda, mirarse al espejo y decir parezco alguien, estoy preparada para encender la luz, abrir los ojos, preparar el café de cada día. Dime una ciudad que nadie pueda odiar, dime una ciudad para perderse, no sé, un vaso de metal y una toallita. Estoy descalza, ando por el parquet para ir a la cocina y cuando quiero darme cuenta la planta de mis pies es negra. Tengo tres libros pendientes de leer en el brazo del sofá, ninguno es de Rimbaud. Ya no logro expresarme mejor que el mendigo, ya no sé hablar.

El cielo es gris, mis ojos quieren que sea gris y las ramas de los ficus del Boulevard Saint Germain se mueven con el aire. Desde el sofá oigo la música del café Deux Magots, la música es azul y huele a pan y a flan de huevo, je ne veux pas travailler, je ne veux pas déjeuner. Todos duermen en casa.

Esto es París, el estado puro de no hacer nada, de ser una, de estar aquí, de tener los pies sobre la mesa y la manta marrón en las rodillas. Bebo café. Bebo licores fuertes como metal hirviente. Tengo que levantarme, debo tomarme las pastillas para inhibir la recaptación de la serotonina. Es un viaje alucinante, mis moléculas se alteran, la piel se irrita, utilizo aceite de crisálida para que todo vuelva a su estado saludable, me arrojo a las patas de los caballos.

Apenas recuerdo lo que pasó anoche. Se parecía un poco a Lautrec, decía que quería pintarme, desde el mismo desierto hasta la misma noche, Toulouse Lautrec, pero los dos estábamos como una cuba. Tampoco pienso mucho en ello. Si ahora lloviera, París sería redonda y giraría sobre su propio eje alrededor del sol. Pero no llueve. Hemos ingerido un enorme trago de veneno, venimos de la muerte y la conocemos bien.

martes, 6 de septiembre de 2011

Rue de la Bûcherie 8


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fotografías a cargo de Sergio Aritméndiz
texto a cargo de Anna Liebheart
vida creada para Federico Calabuig


Me despierto en una plaza con la sensación de que ayer me fui pronto a la cama, hacía frío y la calefacción había dejado de funcionar. Recuerdo cuatro mantas sobre mi cuerpo, una taza de té y un libro de un escritor francés  con demasiadas consonantes, fui incapaz de leer ni una palabra. Recuerdo el silencio y el color naranja guiándome en sueños, recuerdo a una chica, una desconocida y una voz, su voz estableciendo huecos en la madera de los bosques. Mis recuerdos parecen el hilo musical de otro, alguien un poco más alto que yo y tal vez más viejo, sus canciones hablaban de lagos en regiones donde el hielo es una sana costumbre para los patinadores y la gente decora sus casas con pequeñas ramitas que recogen del bosque. En sus canciones había peces que solo regresan en primavera, peces naranjas, como su gabardina.

 Abro un poco más los ojos, me incorporo y siento que en París la gente no se percata de mi presencia, como si haberme quedado dormido aquí y no saber como ha sucedido, fuera algo a lo que esta gente está más que acostumbrada.  Me gusta esto de no estar del todo aquí, tal vez siga durmiendo  en mi habitación de la Rue bûcherie , mientras en sueños disfruto de un comienzo nuevo. Camino pegado a los pliegues rocosos de las estatuas, me siento en bancos donde da el sol y caen las hojas y noto que el hambre comienza a hacerse notar y automáticamente pienso en cines a las cuatro de la tarde, poca gente, sillones antiguos, olor a humedad y palomitas. Entro en el primero que encuentro, como nadie parecer verme me sirvo yo solo y me dirijo a mi asiento, el que yo elijo, porque en los sueños todo es gratis e increíblemente fácil, por lo menos en los míos.  La película comienza con el plano de un edificio de seis plantas, la cámara se adentra en el portal, sube en el ascensor, uno de esos antiguos que hacen ruido y tiemblan demasiado. Se detiene en el cuarto y abre la puerta situada a la derecha. Al entrar en el piso, todo está oscuro, las persianas están bajadas y la única luz proviene de una antigua lámpara de flecos rojos que parece robada a un anticuario con mal gusto. Sonrío porque ese entorno me resulta conocido, casi sé lo siguiente que va a aparecer: los cuencos con restos de sopa sobre la mesa baja, la ropa hecha un ovillo, una vieja revista de cine de los 50 encima del televisor…se parece tanto a un lugar en el que yo he estado. La cámara nos hace entrar en la habitación del fondo del pasillo, el balcón está abierto, no hay nadie. En la mesilla una taza de té, un libro de un escritor francés y 5 polaroids de una mujer vestida con una gabardina naranja. La mujer cada vez más cerca, más dentro de plano, hasta que su cuerpo lo llena todo, es entonces cuando alguien de la fila de atrás me llama. Me da miedo volverme, descubrir algo que ya he visto antes, que no recuerdo y me da vértigo , aun así no lo dudo: me arriesgo. Justo detrás de mí hay una mujer que susurra algo, al acercarme a ella me doy cuenta de que está cantando y entonces yo la tapo la boca suavemente y termino la letra de esa canción que sin duda habla de nosotros.

viernes, 2 de septiembre de 2011

Rue Lepic . Día de lluvia




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diseño creado por María de Miguel (Emes)
texto a cargo de Susanna Issern
vida creada para Lidia Buitrago

 
Hoy diluvia en París. Y no sé si es que alguna gota de lluvia se estará bañando en mi café pero, por algún motivo, no tiene el sabor de todos los días. Además, ayer anunciaba la météo que esta tormenta de agua vendría cargada con arena del Sahara. Me emociona pensar que en mi humeante taza pueda haberse diluido una pizca de desierto. Incluso mi vanidad, como profesional de la moda, me lleva a creer percibir un cambio sutil en el tono del café, que tira algo más a ocre, exactamente una gota más.
Hace ya unos meses que me mudé a rue Lepic. Encontré un ático lo bastante espacioso como para instalar allí mi propio atelier y lo bastante económico como para podérmelo permitir. El edificio es antiguo, pero cuco. Y tan alto que, mientras diseño y dibujo, coso y descoso, veo a los gatos hacer equilibrios sobre los tejados parisinos y a las palomas glotonas alzar el vuelo desde Montmartre.
Muchas tardes cierro pronto el taller y salgo a dar un paseo en bicicleta. Pedalear junto al Sena, explorar la ciudad y callejear por barrios desconocidos; es mi debilidad. En los lugares más insospechados descubro, escondidas, pequeñas tiendas de moda. Me detengo y las observo ensimismada mientras sueño despierta que mis diseños lucen en sus escaparates: “algún día”, me digo, “algún día”.
A última hora, con o sin paseo en bici, me siento en una terraza cerca de casa y me tomo un café au lait. Miro a la gente pasar. Me gusta observar sus ropas y complementos e intento adivinar, a través de ellos, su personalidad, su profesión y sus aficiones. Hoy priman las bottes de gomme, las gabardinas y los paraguas, moteados por gentileza del polvo en lluvia sahariano.
Casi todos los días a la misma hora pasa por aquí un chico muy interesante. No se puede decir que sea guapo, pero tiene algo especial. Hasta tal punto que, de alguna forma, se ha convertido en mi maniquí particular imaginario. De hecho, la nueva colección masculina para este otoño-invierno la he diseñado pensando en él. Me divierto vistiéndole y desvistiéndole. Probándole conjuntos y distintas combinaciones de colores, zapatos, cinturones de leopardo, sombreros, gorros y bufandas. Si supiera que tengo un armario sólo para él…
Volviendo a mi café medio vacío, me pregunto si habré ingerido ya aquella partícula viajera. Y mientras discurro sobre algo tan poco trascendental como eso, le veo avanzar a lo lejos. Como siempre, me pongo nerviosa, me siento colorada. Me escondo detrás de una novela y le observo sin perderme el más mínimo detalle. A medida que se acerca percibo que algo a mi alrededor llama su atención. Cuánto más se aproxima más segura estoy de que es a mí a quién mira. El corazón se me va a salir del pecho, las hojas de mi libro han empezado a temblar y me ha entrado tal sofoco, que mi cuerpo se pondrá a arder en cualquier momento.
Con semblante tranquilo, ajeno a mis sensaciones, ha llegado hasta mí y se ha parado a la altura de mi mesa. Me ha mirado fijamente unos segundos, durante los cuales no he sido capaz de reaccionar, y finalmente ha exclamado: “Excusez-moi, mademoiselle, una curiosidad: hoy sus ojos tiran algo más a ocre, exactamente una gota más.”