jueves, 9 de junio de 2011

10 rue daguerre

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ilustración y texto a cargo de Estibaliz Hernández
vida creada para Eva Carot

Supo que iba a llover mucho antes de oír las gotas golpear el cristal de la claraboya. La luz, fue la luz. Se tornó esquiva y grisácea, anunciando el chaparrón. Minutos después llegó el repiqueteo. Dejó la costura apoyada en la mecedora que una semana antes había rescatado de la basura de la esquina y restaurado pacientemente. Cogió la taza de té vacía de la mesita que cojeaba imperceptiblemente y se dirigió a la cocina. Volvió a servirse otra taza y su mano tomó un trozo de pan. Sólo entonces pareció tomar conciencia del lugar y del tiempo, y sonrió. Sonrió porque más allá de los goterones que se deslizaban por los ventanales, la vista era fabulosa. París, era su París.

No recordaba exactamente cuál había sido su trayecto hasta allí. Si le preguntaban, a ella le gustaba decir que despertó una mañana en París. Quizá fue así, quizá llegó en sueños. Se creía tan afortunada que disfrutaba ansiosamente de cada recoveco, cada doblez, cada esquina, cada ruido, cada silencio, cada bocanada de su vida en París. Abriendo bien sus ojos castaños se dijo que tenía el mejor observatorio del mundo.
Todo lo que hacía, lo hacía mirando hacia los ventanales. Había dispuesto sofás, sillones y grandes cojines encarando el paisaje de tejados, azoteas, cúpulas y nubes. Sus telas, sus lanas, sus hilos, su caja de herramientas, sus papeles, cuadernos y pinceles se amontonaban alrededor caóticamente. De un vistazo podría parecer que su cama entorpecía la estancia, colocada bajo la claraboya y con un viejo piano como cabecero. Sin embargo, a sus ojos todo flotaba, como las notas de las canciones que algunas veces un amigo arrancaba de aquellas teclas. Eran las noches estrelladas cuando ella se creía más dichosa.

Sus paseos, casi siempre en bici, abrían nuevas puertas a su gran imaginación. No podía dejar de dibujar cuentos con final feliz en su cabeza; lo mismo eran princesas que viejos muebles rescatados, ella siempre descifraba la historia errante. Hablaba con cada perro y cada gato, cada anciana y cada panadero; fotografiaba cada portal majestuoso y cada calle desangelada. Al caer la tarde volvía a casa con sus grandes descubrimientos.

Aquel último piso de aquel edificio color arena, sólido y de cuidados balcones forjados. A la mayoría de la gente que iba conociendo parecía disgustarle subir aquellos cuatro pisos, así que sólo un puñado de personas conocía su santuario. El último tramo de escaleras era realmente un reto: oscuro, estrecho y empinado. Tanto, que había días que a la vuelta del mercado o de sus paseos aventureros, con dos bolsas en cada mano, ella misma tenía la sensación de perder el equilibrio e ir a caerse de espaldas sobre los desgastados escalones de madera. Luego, sacaba la única llave y abría la puerta pintada de verde y veía el papel floreado en las paredes, su cama a la deriva y, al fondo, el paisaje tras los ventanales. Suspiraba y decía “la luz, es la luz de París, y yo la tengo aquí”.

3 comentarios:

Macarena Gómez dijo...

me encanta!

La niña del lapiz dijo...

genial la ilustración¡¡¡

Nader dijo...

Una preciosidad, me gusta mucho.

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