viernes, 28 de octubre de 2011

Rue Rivoli

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ilustraciones a cargo de Paula Bonet 
texto a cargo de  José Alberto Arias Pereira
vida creada para Verónica Algaba 


Cae la noche en París

Un día puede cambiar tu vida. Una persona puede cambiar tu vida. Pero, ante todo, una ciudad puede cambiar tu vida. Llegué a París una noche de otoño tras cinco días de carretera ininterrumpida. Encontré al poco, gracias al amigo de una amiga, casa que compartir con dos griegos y una italiana escultora en la Rue Rivoli. El piso estaba lleno de cuerpos a medio modelar, de cuadros de desconocidos, cojines y pufs donde pasar las horas.
En cualquier caso, yo no había ido a París a convertirme en un cliché. Amaba el arte por encima de todas las cosas, y la fantasía de recorrer el Louvre como en una peli de Godard, de visitarlo a diario, al fin estaba a punto de hacerse realidad.
La primera vez que visité el museo fue bastante decepcionante. Todo era tan ordenado, tan metódico, tan ASÉPTICO que apenas percibí la magia del lugar. A pesar de todo, volví al día siguiente y me fui alejando del grupo poco a poco. Así, progresivamente comencé a idear un plan para cumplir mi sueño. Cuando cerró el museo al séptimo día de mi llegada, en lugar de irme como hacían el resto de los visitantes, esperé a que se produjera el cambio de guardia. Un señor corpulento, de nariz grande y espalda ancha, salió y saludó a un joven que fumaba indiferente en una de las puertas traseras. En cuanto se apretaron las manos, la diferencia entre ambos se hizo casi irrisoria.
Yo observé en silencio hasta que el joven entró. El grandullón de miró con desinterés y se alejó con su lento caminar. Entonces, procedí. Golpeé con los nudillos hasta que abrió el joven vigilante. Me fijé en el revólver que le asomaba junto al cinturón y en la placa con el nombre.
-¿Qué quieres? -preguntó en francés. 
-Hola, me llamo Verónica y voy a hacer que pases la mejor noche de tu vida si me haces un favor.
-Buenas noches -se limitó a decir, y cerró en mi cara.
-¡Pascal, Pascal! Si no me abres, jamás sabrás como podría haber sido esta noche y cuando seas viejo y estés echando de comer a los patos del parque te acordarás de mí, de las largas horas de aburrimiento y te maldecirás por no haber aceptado mi propuesta. Pero entonces será demasiado tarde y no podrás volver a este momento, y lo lamentarás para siempre.
Esperé unos segundos eternos a la espera de cualquier respuesta. Al fin, la puerta cedió unos centímetros.
-¿Qué favor? -preguntó.
-Déjame entrar. Te contaré una historia por cada cuadro, te cantaré canciones que nadie conoce, nos reiremos de la Gioconda y haremos un picnic en la sala Van Gogh. ¿Qué me dices? 
-Anda, pasa -dijo, y dejó escapar un profundo suspiro.

Nada más entrar, eché a correr por los pasillos mientras perdía de vista a Pascal, que me llamaba y preguntaba mi nombre con pánico en la voz. “¡Verónica!”, gritaba yo a todos los cuadros. Me detuve frente a la Gioconda, menuda, inocente, intrigante. 
-Querida, me llamo Verónica. Ha sido un placer dar contigo al fin. Sshh...el guarda no me quería dejar entrar. ¿Sabes qué? Creo que está celoso. Estos franceses... No te muevas, te voy a dibujar. 

Saqué un carboncillo y un cilindro de papel grueso y esbocé sus piernas. Le dibujé unas piernas a la Gioconda. “Por si algún día te cansas y prefieres huir”, le expliqué. Casi no me di cuenta de que Pascal nos observaba en silencio al otro lado de la galería. Sonreía. Entonces saqué una Polaroid y eché una foto de nosotros tres. Y fuimos a la sala Van Gogh, donde cenamos unos sandwiches vegetales y vino tinto, y brindamos por el pintor pelirrojo, que murió sin haber vendido ni uno de sus cuadros. Pascal y yo acordamos algo: le visitaría todos los lunes hasta contarle una historia por cuadro, cenaríamos juntos y beberíamos vino francés de la botella. Al despedirme, le di un beso en la mejilla y tiré de mí para llegar a la salida corriendo. Entonces, lo besé en los labios.

Salí de allí a las seis o siete de la mañana, no sé bien, y llegué andando a la calle Lepic. A unos metros me observaba un perro pequeño, gordo y gracioso. Le asomaba la lengua por el lado. Adopté al carlino y lo llamé Poulain. Ésa fue la primera gran noche de mi vida.

miércoles, 19 de octubre de 2011

Rue Réaumur 15


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ilustración y texto a cargo de la niña de la botella
vida creada para Mae Li

Los fines de semana transcurren muy deprisa en la buhardilla de la Rue Réaumur 15. 72 horas no son nada cuando estás enamorado. Cécile espera a su amado Antoine observando como nieva a través de la ventana. Es 16 de diciembre y como cada semana Antoine aterriza en Charles de Gaulle para disfrutar de Cécile.Antoine es un tipo raro, un ejecutivo viajero que a pesar de no despegarse de su ipad y aparatos de última tecnología, fuma en pipa y viste al más clásico estilo francés. En sus ratos libres presume de ser domador de aves, su especialidad, los periquitos azules de ala ancha, vamos un tipo raro...
Cécile, periodista de una revista de moda en Montmartre,no es del todo feliz con él. La nostalgia se refleja en su mirada...no le gustan las relaciones a distancia. Él, aunque la adora, es infiel por naturaleza, es un galán francés al que no le gustan las obligaciones. Presume de ser libre al igual que sus aves.


Hoy ha amanecido gris, la nieve es espesa y el timbre en la buhardilla suena. No es Antoine, es Joséphine la portera del edificio haciendo entrega de los periquitos de Antoine. Cécile es alérgica a las plumas y es Joséphine, portera y tía de Antoine, la que se encarga de cuidar de los periquitos azules cada semana. Sophie, la hija de Joséphine y prima de Antoine, es veterinaria y vive en el ático de enfrente. Ella es la encargada de dar vitaminas a los pájaros cuando empiezan a caérseles las plumas.


La buhardilla es tranquila de lunes a jueves pero los fines de semana cobra vida. Los periquitos parlotean entre ellos sin cesar, Cécile invita a sus amigas a merendar macarons de chocolate fondant y frambuesa y a Antoine le gusta invitar a sus amigos músicos a la buhardilla.


Hoy Cécile se ha despertado optimista, el domingo le dará la noticia.

domingo, 9 de octubre de 2011

30 Boulevard Capucines

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ilustración a cargo de Alicia Varela
texto a cargo de Blanca Valdivielso
vida creada para Engra

Cuando llegué a vivir a Rue des Capucines lo hice por ver la Ópera. Por tener cerca a los fantasmas de los músicos que habían pasado por su escenario. Seguí tocando en jam sessions que acababan de madrugada en las que podía desembarazarme de mi tristeza intentando que el público se quedara con ella. El saxofón me ayudaba a vivir, a seguir en esa ciudad hostil en la que a veces se convierte París.Tenía trabajos que duraban poco pero que daban de comer. Me mude aquí tratando de escapar de él y, al poco tiempo, me empezaron a llegar cartas de amor anónimas. Algunos días acaban con la melancolía que me acompaña desde hace meses y otros me hacen llorar al sorprenderme escribiendo los nombres de todos aquellos hombres que me han acompañado en distintos momentos de mi vida y que nunca han llegado a conocerme tan bien como el escritor anónimo. Son cartas escritas a mano, tan extraño en nuestro mundo 2.0, y sus palabras tienen música. A veces las acompaño con mi saxofón.
MadameLaurent, mi vecina, me adoptó como a una hija. Cenábamos juntas varios días a la semana y me contaba cosas sobre su ex- marido. Le encantaba hablar de cómo habían decidido montar la tienda de lencería que había en el portal de al lado. Me regalaba conjuntos de ropa interior y me explicaba en que momentos debía llevarlos. Sin darme cuenta, un día estaba trabajando a su lado. 
Hoy ha venido un cliente a comprar un conjunto y me ha pedido consejo. Me ha dicho que cree que a la chica que le gusta le pega la seda y el encaje. Tiene que ser negro. Estaba escribiendo una partitura nueva para vomitar la tristeza que me produce recibir esas cartas cuando ha llegado él. Para no pensar en Madame Laurent, que me ha dejado su tienda como herencia. En el funeral de ayer. El hombre me cuenta que vive cerca, que toca la trompeta y sabe algo de saxofón. Mira mi partitura y me dice que piensa que los pensamientos que la dictan son tan negros como el conjunto de lencería que se lleva. 
Poco después cierro la tienda y cuando abro el buzón en vez de una carta encuentro muy arrugado el conjunto de lencería que yo le he recomendado.