ilustración a cargo de Ale Acosta
texto a cargo de Federico Calabuig
vida creada para Rocío Martínez
Despierto. Los rayos de sol entran por la ventana y acarician mi cuerpo desnudo sobre la cama. Abro los ojos y observo como la brisa de la mañana mueve la cortina. Me entretengo unos segundos estudiando con detalle ese brillo que se refleja en el papel pintado de la pared. Creo que es mi momento preferido del día. Escucho el sonido del agua al pasar uno de esos barcos turísticos que tanto gustan a los de fuera y tan poco a los de aquí. Yo siento que soy de aquí… yo tenía que haber nacido en París. De niña estaba convencida que en el reparto de vidas se equivocaron conmigo. A veces todavía lo pienso.
Me levanto. Miro por la ventana y siento cómo me observan los cuadros del Louvre al otro lado del Sena. A veces, en las noches de insomnio, imagino que los personajes escapan de sus lienzos y conversan paseando por el palacio. Me divierto viendo como, en un duelo de divas, la Mona Lisa le saca la lengua a la Venus de Milo por pura envidia. Intento captar ese momento con mi cámara de fotos, pero siempre sale una gran mancha negra. Son muy escurridizas las grandes damas del museo.
No hay expresión del arte más maravillosa que un retrato. Es mágica esa sensación de captar un instante en la vida de alguien y que quede para siempre plasmado en un trozo de papel. Por eso sólo hago retratos de personas… porque durante un segundo el alma de esa persona te pertenece y a través de su mirada está contándote todos sus secretos. Me fascina ese momento de intimidad compartida… un retrato es mucho más que una simple instantánea, es toda una vida condensada en un instante.
Una boina verde pasea por el jardín de Luxemburgo y bajo esa boina un pelo y una cara y unos ojos y una boca y unas manos que cargan una caja de bombones y un libro que me pertenecen. Yo no soy yo sin mi boina verde y no hay en París un placer más grande que pasar la mañana del domingo tumbada en la hierba, escuchando el crujir de las hojas, leyendo y saboreando esos bombones de la pequeña confitería de mi calle. Una vez me dejaron pasar a ver cómo los preparaban y me sentí como una niña que entra en el taller de Papá Noel. Nunca he visto nada igual.
Vuelvo a casa después de un largo paseo. Ya es de noche y todos los gatos del barrio me persiguen. Saben que soy la única que les da de comer. Ese es mi pequeño placer inconfesable. Cada noche, antes de acostarme, bajo un poco de leche y comida para ellos y los acaricio mientras se acercan a beber del cuenco. Cuando pienso en mi vejez me imagino como una de esas abuelitas que viven rodeadas de gatos. Ya que no pude nacer en París, por lo menos, quiero morir aquí… pero para eso queda mucho tiempo aún. Espero.
Me levanto. Miro por la ventana y siento cómo me observan los cuadros del Louvre al otro lado del Sena. A veces, en las noches de insomnio, imagino que los personajes escapan de sus lienzos y conversan paseando por el palacio. Me divierto viendo como, en un duelo de divas, la Mona Lisa le saca la lengua a la Venus de Milo por pura envidia. Intento captar ese momento con mi cámara de fotos, pero siempre sale una gran mancha negra. Son muy escurridizas las grandes damas del museo.
No hay expresión del arte más maravillosa que un retrato. Es mágica esa sensación de captar un instante en la vida de alguien y que quede para siempre plasmado en un trozo de papel. Por eso sólo hago retratos de personas… porque durante un segundo el alma de esa persona te pertenece y a través de su mirada está contándote todos sus secretos. Me fascina ese momento de intimidad compartida… un retrato es mucho más que una simple instantánea, es toda una vida condensada en un instante.
Una boina verde pasea por el jardín de Luxemburgo y bajo esa boina un pelo y una cara y unos ojos y una boca y unas manos que cargan una caja de bombones y un libro que me pertenecen. Yo no soy yo sin mi boina verde y no hay en París un placer más grande que pasar la mañana del domingo tumbada en la hierba, escuchando el crujir de las hojas, leyendo y saboreando esos bombones de la pequeña confitería de mi calle. Una vez me dejaron pasar a ver cómo los preparaban y me sentí como una niña que entra en el taller de Papá Noel. Nunca he visto nada igual.
Vuelvo a casa después de un largo paseo. Ya es de noche y todos los gatos del barrio me persiguen. Saben que soy la única que les da de comer. Ese es mi pequeño placer inconfesable. Cada noche, antes de acostarme, bajo un poco de leche y comida para ellos y los acaricio mientras se acercan a beber del cuenco. Cuando pienso en mi vejez me imagino como una de esas abuelitas que viven rodeadas de gatos. Ya que no pude nacer en París, por lo menos, quiero morir aquí… pero para eso queda mucho tiempo aún. Espero.
6 comentarios:
Pero que delicia de texto e ilustraciones, me he quedado enamorada viva ^^
Enorabuena! habeis logrado emocionarme como siempre.
Un beso!
stupenda!!! la mia preferita fino ad ora
Es precioso. Y la ilustración de Ale increible, como siempre.
genial, me parece perfecto todo el conjunto..precioso¡¡¡¡
qué preciosidad!
Muito bom. Um conjunto precioso.
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